jueves, 13 de junio de 2013

DESPENALIZACIÓN DE LA INTERRUPCIÓN VOLUNTARIA DEL EMBARAZO (Parte III)

 (Publicado en el semanario VOCES el 13 de junio de 2013. Las partes I y II pueden leerse a continuación y por su orden) 


¿Qué es un argumento?
    El llamado derecho a la vida es uno de los tantos esgrimidos como inherente al tema  del aborto. Precisamente uno de los derechos amenazados y conculcados a diario en todo el mundo, por causa del hambre, de la inasistencia médica, por el expolio en los medicamentos, el trabajo de los niños, las enfermedades endémicas no atendidas y numerosas causas derivadas de la pobreza, del hambre, de la falta de higiene y demás flagelos. 
     Pero en el caso del aborto se añade a este derecho a la vida un plus que nada tiene que ver con él y que tiende a agitar cierto emocionalismo a partir de un repertorio de ideas "prêt a penser", al margen de todo raciocinio sobre el problema real. Parte de la opinión pública y algunos legisladores  no han asumido aún la evidencia de que la ley vigente aprobada en el año 2012 no aprueba y consiente el aborto, sino que lo reconoce y admite como problema social endémico, existente en nuestro país y en el mundo de tiempo sin memoria, y lo admite y reglamenta en bien de la salud pública. Esto creemos que ha quedado debidamente probado en lo expuesto hasta aquí. Otros problemas de igual naturaleza, que ponían en riesgo la salud y la vida de la población fueron igualmente reconocidos y reglamentados por la ley,  como la prostitución y el consumo del tabaco, éste último por iniciativa del Dr. Tabaré Vázquez. 
       En rubro similar al derecho a la vida como obstáculo para la intervención legislativa en el problema social del aborto, incluimos la afirmación del óvulo fecundado como persona o como sede del alma, convicción ésta fundada en la fe que no existe fuera de ese ámbito y que no puede ser admitida como límite del derecho a legislar: sólo tiene validez teológica y no puede inhibir la potestad normativa [i].
        Tampoco estamos descaminados –creemos- si vemos en este enfrentamiento de hoy y bajo otros nombres, los ecos lejanos del que sostuvieron en nuestro país  positivistas y espiritualistas en el S. XIX, repercusión tópica del conflicto entre la fe y la ciencia que conmovió el siglo. Las dos grandes vertientes históricas –que Bertrand Russell ha definido como “un conflicto entre la autoridad y la observación”- se enfrentan una vez más, una basada en una  convicción indemostrable,  y la otra en la necesidad de normar una realidad social problemática. Sin duda que continuarán haciéndolo por años y por siglos, en un juego dialéctico que ha sido y será motor de la historia.




El derecho a la vida y la pena de muerte.
     En este punto debe señalarse –por su peso sobre la opinión de los creyentes- la posición de la Iglesia Católica, contraria al aborto[ii].  pero admitiendo en el catecismo oficial la pena de muerte y al mismo tiempo afirmando la dignidad de la persona humana, sin que hasta ahora tal contradicción haya llamado la atención. No obstante, el Catecismo hace una salvedad que atenúa, aunque solo en parte, el contrasentido. En su artículo 2270 afirma que “el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida”. Se supone en consecuencia, ante la exigencia de la inocencia, que los culpables no son titulares de ese derecho. Y aquí hallamos otra coincidencia entre el Catecismo católico y la Carta de San José de Costa Rica, ya que ésta establece en su artículo 4to –el mismo que según el Dr. Tabaré Vázquez atribuye al feto el status de persona- que “nadie puede ser privado de su vida arbitrariamente”, lo que indirectamente legitima y deja al amparo de la ley aquellas muertes reconocidas internacionalmente como no arbitrarias: la pena capital, la legítima defensa y la guerra, tres casos que autorizan a matar, también coincidentemente admitidos por el Catecismo de la Iglesia Católica en su artículo 2266 [iii]. Solo nos limitamos a señalar el paralelismo de ambos textos.
        Se derogue o no la ley vigente mediante plebiscito, algún día compararemos los argumentos hoy expuestos en los debates parlamentarios, en el veto presidencial, en la prensa, también por sectores importantes de la opinión pública, con los esgrimidos en oportunidad de ser sancionada la ley de divorcio, o antes, cuando se aprobó el matrimonio civil obligatorio, el registro civil y tantas otras normas exigidas por la realidad social como indispensables, como lo fueron la prostitución y el tabaquismo.
       La ley que ha reglamentado el aborto -es así de simple- no atenta al derecho a la vida: interviene en la inevitable ocurrencia de un hecho cotidiano y asegura que su práctica no ponga en riesgo, como lo hacía antes, la vida, la salud y la dignidad de las mujeres que con ley o sin ley practicaban y practicarán el aborto. Hoy, gracias a la ley vigente, la mujer que quiere abortar tiene una instancia de raciocinio, un diálogo que puede ser esclarecedor de otras soluciones, entre ellas la de preservar la vida de ambos.
        Tampoco los promotores del plebiscito han tomado en cuenta la venta de niños, los filicidios y el abandono de hijos no queridos, lo que configura una constelación de problemas colaterales creados por la prohibición. Es relativamente frecuente que lleguen a los hospitales niños de meses que han sido golpeados, quemados y torturados por sus padres. En el año 2002 se supo –con amplia profusión en la prensa- de una mujer que practicaba abortos y que en caso de muerte enterraba sus víctimas -madre y feto- en el fondo de su casa. Esta patología social, entre otras generadas por la clandestinidad, es la que el parlamento ha querido  eliminar  mediante la ley vigente; con el mismo propósito fue que legisló en el año 2008 y fue vetado por el Dr. Vázquez. Sin haberlo pensado ni deseado, por supuesto, hoy intentan reinstalarla quienes han comenzado a recolectar firmas para la derogación de la ley vigente.
La llamada Ley Terra de 1938 obligaba a una práctica ilegal de la medicina
        Y vamos a otro de los puntos fundamentales del problema que hasta hoy no hemos oído mencionar: aunque cueste creerlo, la ley penal derogada obligaba a una modalidad ilegal de praxis médica.
        La práctica del aborto es un hecho instalado en nuestra sociedad y en todo el mundo: negarlo es de ciegos. No es una enfermedad a erradicar, es una práctica existente en toda sociedad en un mundo en el que habitan casi siete mil millones de humanos. No se aplaude el aborto ni se niega el derecho a la vida; simplemente se reconoce y puede probarse que su práctica es habitual en todos los países, ya que aún las mujeres musulmanas lo practican ilegalmente aún a riesgo de ser ajusticiadas por lapidación. No interesa su frecuencia mayor o menor en los sectores carenciados. Ahí pesan, fundamentalmente, factores económicos y culturales, y seguramente que ahí –por tal razón- es aún mayor la exigencia de que el Estado intervenga, prevenga y proteja. El hecho es que se practica, y la prohibición impone a las mujeres riesgo de vida, angustia y exacción económica.
         Cualquiera -sacerdote, pastor, familiar, psicólogo, médico, asistente social- puede intentar disuadir a una mujer de su empeño si se entera de que ésta intenta interrumpir su embarazo.  Pero durante la vigencia del delito de aborto la mujer está sola y en manos –en el mejor de los casos- de alguien que hace su tarea con buen oficio. Esa situación era una patología social a la que había que poner fin, y eso es lo que ha hecho la ley vigente: poner al sistema nacional de salud en contacto con la embarazada para invitarla a conversar, a reconsiderar, aún a disuadirla. Solo en último término, agotada esa instancia, la mujer será asistida por un médico del sistema.
        Los legisladores que aprobaron el proyecto, tanto como el presidente que lo sancionó, no renunciaron a sus convicciones y creencias, pero se atuvieron a la realidad, a lo que Varela llamaba “las sinuosidades del terreno”, los irrebatibles datos estadísticos. Aquellos que sean católicos, sin perjuicio de su credo, deben reconocer esta realidad palmaria; y aquellos legisladores que esgrimen, sin tener convicciones religiosas, el argumento del derecho a la vida, están en todo su derecho; pero la ley que reglamenta el aborto no ataca esa convicción. Simplemente intervino para evitar lo que era una realidad  delictiva y riesgosa que inevitablemente había sido provocada por la ley penal. 
        En último término –salvando diferencias-, esa negación de un hecho real y la oposición a reglamentarlo se parece mucho a la negativa a vacunarse, a recibir transfusiones de sangre o al rechazo de la asistencia médica en algunos credos particularmente fanáticos. Se ignoran las epidemias y las enfermedades en aras de principios ideales: Sí señor, Dios lo protege, Dios lo cura, quién lo duda, pero la tuberculosis, la viruela, el sarampión, el tifus, la septicemia y la infección existen, así que vacúnese o acepte la transfusión. Llegó, pues, la hora de poner remedio a una patología social. De lo contrario el llamado derecho a la vida sería un perfecto sofisma paralizante, lo que nos lleva a incurrir en otro paralogismo vazferreiriano: aquel de pensar por sistemas y de pensar por ideas a tener en cuenta.
El segundo paralogismo o el error final
        Hay dos modos de hacer uso de una observación que creemos cierta, dice Vaz Ferreira en su Lógica Viva. Uno es extraer de ella consciente o inconscientemente un sistema inflexible a aplicar sin excepción en todos los casos en que creemos que sea aplicable, y en consecuencia en todos los casos decir no, o en todos los casos decir . El otro es  anotarla y recordarla como algo a tener en cuenta cuando reflexionemos sobre un problema real y concreto; actuar en consecuencia y ver hasta qué punto es adaptable y aplicable aquella observación a la situación en análisis. Y esa es la situación en la que se encuentran el psicólogo, el asistente social y el médico cada vez que entrevistan a una mujer  embarazada en la instancia obligatoria, previa al aborto que pretende llevar a cabo. Escuchan, proponen, dialogan, buscan una solución a la situación de conflicto. En una palabra, ayudan, lo que no sucedía antes.
        El primer tipo de raciocinio, el sistemático –siempre o siempre no- e inflexible a toda ductilidad, puede inducir a actitudes o acciones que tanto pueden hacen sonreír como estremecer: del primer tipo fue la que llevó al stalinismo a condenar y prohibir las leyes de Mendel por contrarias el marxismo; pero terrible fue el que condujo al holocausto en nombre de la pureza de una raza. En esos casos -se ve con claridad- el pensamiento dogmático intenta intervenir, invertir, alterar, recrear, modificar y hasta inventar, ignorar o negar una realidad. El no sistemático al aborto –y este es el caso que sugiere el paralogismo de Vaz Ferreira- es el que instaló el problema social del aborto clandestino,  el de la práctica ilegal de la medicina, las muertes, el desamparo de la embarazada en conflicto y sin interlocutor.
        Quienes esgrimen el argumento del derecho a la vida han sistematizado su adhesión a ese principio y a ese derecho, lo que les impide ver que la derogación de un texto que calificaba el aborto como delito, ha aparejado como consecuencia la sana eliminación de una práctica corrupta y socialmente peligrosa, originada precisamente en aquel viejo texto sancionado durante la dictadura del Dr. Gabriel Terra. El dicho del Dr. Tabaré Vázquez, “No es posible combatir la muerte con la muerte”, no pasa de ser un fulgurante solecismo sin contenido lógico. 
        El problema de la prohibición del aborto ejemplifica a las mil maravillas este eterno paralogismo, señalado en 1910 por quien fuera llamado maestro de conferencias, y expuesto por él en un momento histórico fértil en contradicciones, cuando nacía una constelación de reformas legislativas a las que se oponían -como hoy- los paladines del pensamiento sistemático. Su pensamiento sigue vigente y es aplicable al caso que nos ocupa. Confiemos en que estas reflexiones contribuyan a inducir un correcto planteo del tema en quienes pretenden dejar sin efecto la ley vigente.
 
                                                                                                                      Jaime Monestier


 






[i] Vargas Llosa, Mario ,“Cobardía e hipocresía”, semanario Búsqueda, 12/XII/02. Ver también semanario Voces de 20/12/2012, “Carta de lector sostiene posible excomunión de obispos uruguayos”.


[ii] Catecismo de la Iglesia Católica, aprobado por Juan Pablo II en 1992, Colección Magisterio Pontificio, Ed.Lumen, 1992.


[iii] Ver  polémica del autor con el Prof. Alberto Palomeque en BÚSQUEDA  7/XI, 5/XII y 12/XII/02 y 20/I/03.

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